lunes, 7 de diciembre de 2009

UN DIA DE DICIEMBRE



UN DIA DE DICIEMBRE


Al amparo de una chaqueta, un par de guantes y una bufanda que amenazaban con estrangularme, atravesaba una de las grandes avenidas que dividen, de un extremo de la ciudad al otro, los barrios buenos de los indeseables. Entre realidades y desequilibrios dirigía mis pasos sobre la alfombra de polvo y agua, pues había llovido, y dejaba un aroma rancio.
A lo largo de toda la calle, de un lado al otro, de un balcón al otro balcón y de una farola a la siguiente, cientos de luces de colores y adornos de una variedad cromática casi infinita, recordaban la gran fiesta neopagana del espíritu de la alegría y del amor.
No sabía realmente a donde me dirigía, en realidad ni me importaba, pero decidí salir de casa porque no aguantaba un sólo instante la prisión que las cuatro paredes de mi habitación ejercían sobre mi atormentada cabeza, envuelta de desánimos y tristezas.
Tres días de pensamientos intensos y escasez de palabras fueron necesarios para poder asimilar el nuevo cariz que tomaba mi vida, la nueva situación no prevista que obligaba ahora a un cambio brusco de estrategia sin espacio a la improvisación, pero sí abierta a grandes errores y fracasos.
Ya sabía a estas alturas aún prematuras de mi vida que no iba a ser fácil.
Una vaporosa corriente de frío meció violentamente los coloridos collares de luces que adornaban la calle y algunos de los viandantes, cargados de regalos y con esa típica expresión que causa el tener que comprar algo que no vas a disfrutar, temieron que se descolgaran de sus ataduras y se precipitaran sobre sus cabezas, repletas de ilusiones, proyectos y de esa anestesia idiotizante que hace que todos nos sintamos mejores personas cuando se acerca el fin de año. Pero las bombillas no se cayeron y cada uno siguió con su rutina.

Un semáforo me obligó a detenerme, con mis pasos también cesaron los pensamientos. Mire alrededor y vi que todo el mundo perseguía alguna falsa promesa de felicidad, vi a niños pedir caramelos a santaclauses oportunistas, vi a loteros hacer su agosto a costa de infelices que frotaban sus boletos contra los dinteles adornados de las administraciones y vi a muchos hombres y mujeres tratando de comprar el amor de sus hijos con grandes paquetes envueltos en papel de regalo.
Y pensé que si había en el mundo una fuerza tan poderosa como para hacer que todas esas personas se movieran siguiendo una esperanza inexistente, también tendría que haber otra mucho mayor que lograra mover los corazones tras las alegrías verdaderas.
Y fue así como no crucé la calle cuando el semáforo me lo permitió, sino que di media vuelta y caminando en dirección contraria a las masas hipnotizadas y enfermas de superficialidad, llegué a una pequeña estación en la que compre un billete de ida y tomó el primer autobús que me llevara a trescientos kilómetros de mi casa en esa noche de diciembre...



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