Un matahambre pensado por algún antiguo cocinero astuto que no sabía qué hacer con las malas hierbas del jardín de su casa, les puso nombres molones (rúcula, brotes de primavera, canónigo y cosas así) y que no se le querían comer ni las cabras.
Se acaba el verano y a los males propios de la situación (ese decidido e irrevocable “lo dejo todo y me quedo aquí en la playa de hippie, vendiendo pulseras y haciendo colgantes con escrotos de cangrejo”.
¿Para qué cocinar ya, si la vida no tiene sentido? Si pronto todo será gris, aburrido y con jefe. Pero bueno, no te dejes llevar por la desesperación (o sí, pero que no te quite el hambre) y mantengamos la calma. Saca los pies del agua, suelta el cubito y la pala a los que te aferras con angustia (que además no son tuyos, que se los has quitado a un niño despistado y ahora te mira con odio) y disponte a despedir el verano heroicamente con un arroz con gambas.
Qué entrañable pareja. Pocas cosas apetecen más, después de un día de playa o piscina que una duchita para quitarnos la sal, el cloro (y lo que fuera eso calentito que hemos sentido al nadar cerca de un niño) y zamparnos un buen plato de arroz con gambas. Porque un arroz veraniego debe tener gambas. Luego verduras y todas las zarandajas acompañantes que quieras. Pero ¿un arroz estival sin gambas? Además las gambas deben tener una proporción justa y razonable en nuestro plato. Decía el emperador chino Chen-Nung que la relación armónica, según el Tao, es de una gamba por grano de arroz. Los emperadores chinos siempre han tenido una cierta tendencia hacia la desmesura (véanse la muralla China y las uñarracas de Fu Manchú) pero no obstante es una referencia histórica no desdeñable.
En cualquier caso mucho mejor que la de algunos chiringuitos, cuya proporción de gambas en el plato es la de las que se va a comer el dueño a nuestra salud, por vendernos a precios de marisco un arroz viudo teñido de amarillo, adornado con bigotes de crustáceo y chirlas vacías y si te descuidas te meten sardinas, que gamba fresca no había.
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